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jueves, 19 de marzo de 2015

Por Marirene Valiente Ortiz

Las sociedades en las cuales la casta aristocrática es la casta sacerdotal, es la marcación de la distancia y del rango. Allí, dicha casta, es una descripción de sí misma, enfatiza un predicado que evoca su función sacerdotal. Sus características tanto físicas como psíquicas serían muy diferentes de las de la nobleza generadora del binomio de valores ya descritos. Mientras la casta aristocrática expresa su voluntad de poder en una vida volcada hacia la actividad libre y robusta, dedicándose a la guerra, la caza, la danza, a todo lo que expresa energía vital, por su parte la casta sacerdotal, generalmente débil físicamente e introvertida en lo psíquico, tiende alternadamente a la cavilación y a las explosiones emocionales. No posee una notoria capacidad guerrera para imponer abiertamente su voluntad de poder.

Esta última impotencia hace de los sacerdotes los enemigos más temibles, pues genera el odio y la búsqueda de vías arteras y sutiles de dominación. El término puro, que originariamente correspondía a una asignación meramente exterior: la observación de ciertas normas higiénicas, llegará a interiorizarse y enfrentándose a impuro, adquirirá una connotación moral. Este contexto servirá para conceptualizar un bueno y un malo profundamente moralizados; con ello la humanidad habrá pasado desde su pre-historia moral, es decir, la época durante la cual la moral consistía en respetar la tradición con sus costumbres, y la inmoralidad consistía en transgredirlas, para llegar a la etapa moral propiamente tal, donde harán su aparición el sentimiento de culpa y pecado (Nietzsche, 1994a: 166-167). Con los judíos comienza la rebelión de los esclavos en moral, mediante un acabado plan de inversión de la identificación aristocrática de los valores; ahora los miserables son los buenos, los pobres, los impotentes, los bajos, etc. (Nietzsche, 1994a: 36-42):
La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción y que se desquita únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un “fuerte”, a un “otro”, a un “no-yo”, y ese no es lo que constituye su acción creadora […] su acción es, de raíz, reacción (Nietzsche, 1994a: 42-43). La moral de esclavos, aquella que hace bueno a lo que resulta de la propia impotencia, se funda en el supuesto engañoso de que tras la acción hay un sujeto libre, y de que cuya debilidad se debe a una única e inevitable realidad y no a un logro voluntario, querido, elegido: un mérito. Para esto se duplica el hacer y se supone que detrás de todo hacer hay un hacer-hacer, es decir, un agente, en suma, un alma. De no mediar este engaño, no habría bueno ni malvado: el fuerte sólo podría actuar como fuerte y el débil como débil (Nietzsche, 1994a: 51-53). Así, los conceptos morales de conciencia, culpa, deber y otros, tienen su origen en la esfera del derecho de las obligaciones.

Las formas básicas de cambio y comercio dieron lugar a la relación contractual entre acreedor y deudor; ello supuso previamente la larga tarea de educar al hombre para hacer promesas, contrariando con ello su natural capacidad de olvido, indispensable para el orden anímico y la tranquilidad. La falla en cumplir promesas originó la pena, cuyo objetivo primario fue beneficiar al acreedor defraudado con la oportunidad para hacer sufrir al deudor un daño equivalente al perjuicio sufrido: el perjudicado cambiaba el daño, así como el desplacer que éste le producía, por un extraordinario contra-goce: el hacer-sufrir (Nietzsche, 1994a: 75).

El prototipo de esta sociedad aristocrático-sacerdotal, es el pueblo judío como el protagonista de la revolución de los esclavos en moral y representante de la intencionalidad oculta de la moral cristiana, pues al oponerse a sus enemigos y conquistadores e impulsados por el odio de la impotencia y de la milenaria interiorización cultural, no se conformaron sino con una radical inversión de todos los valores nobles, vale decir, con el acto de venganza más grandioso y espiritual ocurrido en la historia (Nietzsche, 2003: 80). Invirtiendo la ecuación de los valores aristocráticos, aquella que identificaba al bueno, al amado de Dios, al poderoso, hermoso y feliz con el noble, se establece ahora una nueva equivalencia: el bueno es sólo el impotente, el humilde, el pobre, el sufriente, el infeliz; sólo éstos son los amados por Dios. Los poderosos y los nobles son ahora los malvados, crueles e impíos, los sin Dios, quienes serán condenados y malditos por toda la eternidad.

Esta revolución de los esclavos en moral, comienza cuando el resentimiento llega a ser creador e institucionalizador de valores que surge como expresión del triunfo de la transvaloración de todos los valores, sobre todos los demás ideales, sobre los ideales más nobles: El resentimiento: Por tu culpa, por tu culpa… Acusación y recriminación proyectiva. Si soy débil e infeliz, es por tu culpa. La vida reactiva se sustrae a las fuerzas activas, la reacción deja de “actuar”. La reacción se convierte en algo sentido, en “resentimiento”, que se ejerce contra todo lo que es activo. Se hace que la acción sienta “vergüenza”: la vida misma es acusada, separada de su potencia, separada de lo que puede (Deleuze, 2000: 36). La moralidad noble se desarrolla a partir de una triunfante afirmación de sí misma; el modo de valorar noble actúa y crece espontáneamente desde esta afirmación. Su concepto opuesto o negativo de malo, aquel que se identifica con bajo, común, es sólo una imagen secundaria, derivada por contraste, de su concepto básico positivo cargado de vida y pasión.

Ser incapaz de tomar demasiado en serio por mucho tiempo los propios enemigos, los propios accidentes e incluso, los propios delitos, constituiría el signo de estas naturalezas fuertes, enteras, en las que hay un exceso de poder para formar, para reponerse, para olvidar. Por su parte, la moralidad del esclavo, en cambio, no actúa ni crece espontáneamente, necesita de la existencia de un medio hostil en el que asentarse, luego contra el cual reaccionar y finalmente, revelarse. El hombre del resentimiento no olvida, se calla, espera provisionalmente humilde. Una raza de tales hombres está destinada a llegar a ser más inteligente que la raza noble, y honrará más la inteligencia, pues la concibe como una herramienta para una condición de importancia y rango. Nos referimos a que el hombre del resentimiento, lejos de sentir reverencia por su enemigo, lo concibe como malvado, pero este malvado es su propia creación, su acto, su concepto básico contrapuesto del cual extraerá secundariamente el concepto de bueno. Este malvado de la moralidad esclava será, precisamente el bueno de la moralidad noble, el poderoso, el hermoso y feliz.

He aquí la inversión de valores del resentimiento, la cual denota una alteración de las perspectivas de valoración moral, social y política. Trueque que surge de una gozosa afirmación de la propia voluntad de poder, la cual surge enfrentada no de la afirmación de sí misma, sino paradojalmente, de la negación de su opuesta. Esta inversión se completa con la elaboración del concepto bueno. En él, los hombres del resentimiento identifican la debilidad con la bondad, la impotencia con la virtud y finalmente, se identifica con el malo de la moral noble. Hablamos aquí sobre dos pares de valores contrarios entrecruzados: para la moral noble, el concepto primario de bueno se identifica con el concepto primario de malo en la moral esclava y, por su parte, el concepto derivado de malo en la moral noble, es identificado con el concepto derivado de bueno para la moral esclava. Pero no se trata sólo de una inversión de valores morales, hay además, un matiz de diferencia traducido en el concepto malvado que reemplaza al malo en un sentido espiritual.

Lo malo y lo bueno no se han moralizado, han pasado a ser, respectivamente, culpa y mérito del actor y no destino, condición de rango, situación de nacimiento. Ha nacido el alma y el libre albedrío. La debilidad, que es la esencia del hombre del resentimiento, aparece asumida voluntariamente, como si el hombre del resentimiento pudiera no ser débil y, sin embargo, lo eligiera. Como si el poderoso, el fuerte pudiera elegir no serlo. Como si el ave de rapiña fuera culpable de su condición, y el cordero fuera meritorio por la suya.” (Nietzsche, 1994a: 33-36).

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