Uno de los defectos de la religión
tradicional es su individualismo, y este defecto pertenece también a la
moralidad asociada con ella. Tradicionalmente, la vida religiosa era, por así
decirlo, un diálogo entre el alma y Dios. Obedecer la voluntad de Dios era
virtud; y esto era posible para el individuo sin tener en cuenta el estado de
la comunidad. Las sectas protestantes desarrollaron la idea de «hallar la
salvación» pero ella estuvo siempre presente en la enseñanza cristiana. Este
individualismo del alma tuvo su valor en ciertas fases de la historia, pero en
el mundo moderno necesitamos más un concepto social del bien que un concepto
individual. En el presente capítulo quiero considerar cómo esto afecta nuestro
concepto de la vida buena.
El cristianismo surgió en el Imperio
Romano entre poblaciones totalmente privadas de poder político, cuyos Estados
nacionales habían sido destruidos y se habían unido forma n-do un vasto
conglomerado impersonal. Durante los tres primeros siglos de la era cristiana
los individuos que adoptaron el cristianismo no pudieron alterar las
instituciones sociales o políticas bajo las cuales vivían, aunque estaban
profundamente convencidos de que eran malas. En esas circunstancias, era
natural que adoptasen la creencia de que un individuo podía ser perfecto en un
mundo imperfecto y que la vida buena no tiene nada que ver con este mundo. Lo
que quiero decir se ve claramente comparándolo con la República de Pla-42
tón. Cuando Platón quiso describir la
vida buena describió una comunidad total, no un individuo; lo hizo con el fin
de definir la justicia, que es un concepto esencialmente social.
Estaba acostumbrado a la ciudadanía de
una república, y la responsabilidad política era algo que daba por sentado. Con
la pérdida de la libertad griega viene el estoicismo, que es semejante al
cristianismo y, contrariamente a Platón, tiene un concepto individual de la
vida buena.
Nosotros, que pertenecemos a grandes
democracias, hallaríamos una moralidad más apropiada en la libre Atenas que en
la despótica Roma Imperial. En la India, donde las circunstancias políticas son
muy similares a las de Judea en la época de Cristo, hallamos que Gandhi predica
una moralidad muy semejante a la cristiana, siendo castigado por ello por los
cristianizados sucesores de Poncio Pilatos. Pero los nacionalistas indios más
extremos no se contentan con la salvación individual: quieren la salvación
nacional. En esto han adoptado el criterio de las libres democracias
occidentales. Quiero sugerir algunos aspectos en los cuales este criterio,
debido a las influencias cristianas, no es lo bastante audaz y consciente, sino
que está aún limitado por la creencia en la salvación individual.
La vida buena, tal como la concebimos,
exige una multitud de condiciones sociales y no se puede realizar sin ellas. La
vida buena, decimos, es una vida inspirada en el amor y guiada por el
conocimiento. El conocimiento requerido puede existir sólo donde los gobiernos
o los millonarios se dedican a su descubrimiento y difusión. Por ejemplo, la
extensión del cáncer es alarmante: ¿qué vamos a hacer acerca de ello? Por el
momento, nadie puede responder a la pregunta por falta de conocimiento; y el
conocimiento no va a surgir, como no sea por medio de fundaciones dedicadas a
la investigación. Igualmente, el conocimiento de la ciencia, la historia, la
literatura y el arte debería estar abierto a todos los que lo desea-sen; esto
requiere complicadas disposiciones de parte de las autoridades públicas, y no
puede lograrse mediante la conversión religiosa. Luego está el comercio
exterior, sin el cual la mitad de los habitantes de Gran Bretaña se morirían de
hambre; y si nos estuviéramos mu-riendo de hambre, muy pocos de nosotros
viviríamos una vida buena. No se necesita multiplicar los ejemplos. Lo importante
es que, en todo lo que diferencia una vida buena de una mala, el mundo es una
unidad, y el hombre que pretende vivir independientemente es un parásito,
consciente o inconsciente.
La idea de la salvación individual, con
que los primeros cristianos se consolaron de su sujeción política, se hace
imposible en cuanto escapemos a un estrecho concepto de la vida buena. En el
concepto cristiano ortodoxo la vida buena es la vida virtuosa, y la virtud
consiste en la obediencia a la voluntad de Dios, y la voluntad de Dios se
revela a cada individuo por la voz de su conciencia. Es el concepto de los
hombres sometidos a un despotismo extranjero. La vida buena supone más cosas
que la virtud: inteligencia, por ejemplo. Y la conciencia es la guía más falaz,
ya que consiste en vagas reminiscencias de preceptos oídos en la infancia, de
modo que nunca va más allá de la sabiduría de la madre o del aya de su
poseedor. Para vivir una buena vida, en su pleno sentido, un hombre necesita
tener una buena educación, amigos, amor, hijos (si los desea), una renta
suficiente para no tener miseria ni angustias, buena salud y un trabajo
interesante. Todas estas cosas, en varios grados, dependen de la comunidad, y
los acontecimientos políticos las fomentan o las estorban. La vida buena tiene
que ser vivida en una buena sociedad, y de lo contrario no es posible. Este es
el defecto fundamental del ideal aristocrático. Ciertas cosas buenas, como el
arte, la ciencia y la amistad, pueden florecer muy bien en una sociedad
aristocrática. Existieron en Grecia, con una base de esclavitud; existen entre
nosotros, con una base de explotación. Pe-ro el amor, en forma de simpatía, o
benevolencia, no puede existir libremente en una socie-43
dad aristocrática. El aristócrata tiene
que convencerse de que el esclavo, el proletario, o el hombre de color son de
arcilla inferior y de que sus padecimientos carecen de importancia.
Actualmente, los cultos caballeros
ingleses azotan con tan crueldad a los africanos que éstos mueren después de
horas de angustia indecible. Aun cuando estos caballeros sean bien educados,
artistas y admirables conversadores, no puedo reconocer que vivan una vida
buena. La naturaleza humana impone cierta limitación de la compasión, pero no
hasta tal extremo. En una sociedad democrática sólo un maníaco procedería de
este modo. La limitación de la compasión que supone el ideal aristocrático es
su condenación. La salvación es un ideal aristocrático, porque es
individualista. Por esta razón, también, la idea de la salvación personal, de
cualquier modo que se interprete y difunda, no puede servir para la definición
de la vida buena.
Otra característica de la salvación es
que procede de un cambio catastrófico, como la conversión de San Pablo. Los
poemas de Shelley nos proporcionan una ilustración de este concepto, aplicado a
las sociedades; llega un momento en que todos se convierten, huyen los
«anarquistas» y «comienza de nuevo la gran época del mundo». Puede decirse que
un poeta es una persona sin importancia, cuyas ideas son intrascendentes. Pero
yo estoy per-suadido de que una gran proporción de líderes revolucionarios
tienen ideas extremadamente semejantes a las de Shelley. Han pensado que la
miseria, la crueldad y la degradación se debían a los tiranos, los sacerdotes,
los capitalistas o los alemanes, y que si estas fuentes del mal eran derrocadas
habría un cambio general y todos vivirían felices de allí en adelante.
Con estas creencias han estado dispuestos
a «hacer la guerra a la guerra». Los que sufrieron la muerte o la derrota
fueron relativamente afortunados; los que tuvieron la desgracia de salir
victoriosos fueron reducidos al cinismo o a la desesperación por el fracaso de
sus esperanzas. La última fuente de estas esperanzas era la doctrina cristiana
de la conversión catastrófica como el camino de la salvación.
No quiero sugerir que las revoluciones no
sean nunca necesarias, sino que no constituyen atajos al milenio. No hay atajos
de la vida buena, ya individual o social. Para hacer una vida buena tenemos que
desarrollar la inteligencia, el dominio de nosotros mismos y la compasión. Es
un asunto cuantitativo, un asunto de mejora gradual, de aprendizaje temprano,
de experimento educacional. Sólo la impaciencia inspira la creencia en la
posibilidad de una mejora súbita. El mejoramiento gradual posible, los métodos
por los cuales puede lograrse, son de incumbencia de la ciencia futura. Pero
ahora puede decirse algo. Algo de lo que puede decirse trataré de indicarlo en
un capítulo final.
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